Papá en construcción
La madrugada en que nació mi hijo no sentí lo que las películas dicen que uno siente. Ni lágrimas, ni epifanía, ni música de violines. Sentí sorpresa. Como cuando vas al súper, compras detergente, llegas a tu casa y descubres que alguien metió un melón en tu carrito. Pues así: “¿y este bebé de dónde salió?”.
Había médicos, luces blancas, enfermeras con cara de que llevan veinte años en guardia perpetua… y yo, que no terminaba de entender cómo me había tocado a mí el papel de papá. Incluso cuando me dijeron: “corte el cordón, señor”, yo pensaba: “¿seguro que soy el indicado? ¿No habrá otro papá disponible, uno con más experiencia, con tijeras propias?”. Tarde semanas en entender lo que estaba pasando. Yo caminaba con el niño en brazos, como quien carga un florero prestado, rogando no romperlo.
Luego vino la segunda temporada de la serie: la crianza. Ahí descubríque los hombres llevamos años viviendo en un engaño colectivo. Nos vendieron la idea de que “ayudamos”. Que si cambiamos un pañal ya somos prácticamente héroes nacionales. Y claro, yo entré feliz en ese papel de “asistente de mamá”, hasta que me di cuenta de que no era ayudante: era padre. Y padre de tiempo completo. Nadie me avisó que el puesto incluía turnos nocturnos, discusiones y capacitaciones permanentes sin manual de usuario.
Pasaron años y fui entendiendo que la paternidad no es una cooperativa al 50/50. Ese famoso equilibrio, tres años después de que nació mi hijo, lo veo como los anuncios de “viaja a Cancún por 2999 pesos”: un espejismo que solo existe en la publicidad. La crianza no se puede repartir con calculadora: hay días en que uno carga con el 80%, otros con el 20%, y cuando el niño decide enfermarse un viernes a medianoche, ahí estamos los dos cargando con el 200% y rogando que alguien invente un sindicato de padres desvelados.
Y está bien. Bueno, más o menos. Porque, seamos honestos, en la práctica casi siempre son las mamás quienes cargan con la parte más pesada. No porque les guste, sino porque así lo dicta esa cultura que viene desde los tiempos en que los hombres “iban a cazar mamuts” y las mujeres se quedaban con los hijos (una inercia cultural difícil de romper).
Lo valioso, entonces, no es la igualdad matemática, sino aprender a caminar juntos: compensarnos, turnarnos, sostenernos cuando el otro se desmorona. Hemos avanzado mucho, y aunque la perfección es tan real como los unicornios, cada esfuerzo compartido nos acerca a una relación más justa, menos absurda y, sobre todo, más consciente.
Al entender lo anterior, me puse manos a la obra para aprender todo lo que pudiera sobre ser papá. Pero, si algo me irritó, fue descubrir que casi todo el contenido sobre crianza está dirigido a las mamás. Blogs, pódcasts, libros: todos hablan en femenino, como si el papá fuera un turista en Disneylandia que aparece para tomarse la foto y luego se va. ¿Y nosotros qué? ¿Dónde aprendemos a ser padres sin caer en la caricatura del señor que “ayuda”? Spoiler: casi en ningún lado.
Por eso abrí este blog, Papá, despierta, que no es un club de superhéroes, sino un refugio para papás confundidos, cansados y con ojeras, que a veces piensan que la paternidad les queda grande (spoiler: sí, nos queda grande a todos, y aun así ahí vamos). Aquí no hay recetas mágicas —ni fórmulas listas para microondas—, pero sí tres brújulas que me han servido:
- La crianza consciente, para no repetir como loro los traumas heredados.
- La educación Montessori, que básicamente dice: “confía en tu hijo, aunque a ti te parezca que va a acabar trepado en la lámpara”.
- El estoicismo aplicado a la paternidad, que es el recordatorio de que uno no controla nada salvo cómo reacciona cuando el niño se despierta por quinta vez a las tres de la mañana.
En resumen: este blog es un intento de construir un modelo distinto de paternidad, sin solemnidad ni cursilerías. Porque sí: estamos cansados, confundidos, desbordados. Pero también tenemos la oportunidad de ser un tipo de papá diferente al que nos tocó ver de niños: uno que no “ayuda”, sino que está.
Y con eso, créeme, ya es un montón.
—Pedro

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